jeudi 24 février 2011

Un narrador muy regio: Hugo Valdés

Foto: Juan Rodrigo Llaguno

Un narrador muy regio: Hugo Valdés

Elena Méndez



Hugo Valdés: Una voz profunda. Una sonrisa encantadora. Un hombre que gusta de provocar mediante las palabras; muy enamorado de su ciudad y de su oficio: la Literatura.



Hugo Valdés nació en Monterrey, Nuevo León, en 1963. Es Licenciado en Letras Españolas por la Universidad Regiomontana.

Ha sido becario del Centro de Escritores de Nuevo León en dos ocasiones: 1989-1990 y 1992-1993; del Fondo Nacional para Cultura y las Artes (FONCA) durante 1995-1996, en el área de novela; y del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes (FONECA) en ensayo, en el periodo 1997-1998; y en novela, en los periodos 2002-2003 y 2006-2007.


Ha publicado las novelas The Monterrey News (Editorial Grijalbo, 1990); Días de nadie (Fondo Editorial Tierra Adentro, 1992); El crimen de la calle Aramberri y La vocación insular (Ediciones Castillo, 1994 y 1999, respectivamente); y los ensayos El laberinto cuentístico de Sergio Pitol, El laboratorio del crepúsculo y otros ensayos y Ocho ensayos sobre narrativa femenina de Nuevo León (Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Nuevo León, 1998, 2002 y 2006, respectivamente).


Con El laberinto cuentístico de Sergio Pitol resultó ganador del Quinto Certamen Nacional de Literatura Alfonso Reyes en 1994.

Cuentos y relatos de su autoría han aparecido en diversas publicaciones tanto en su ciudad natal como a nivel nacional; asimismo, parte de su obra ha sido editada en las antologíasFiction International, de la Universidad de San Diego (1994) y Dispersión Multitudinaria. Instantáneas de la nueva narrativa en el fin de milenio (compilación de Leonardo da Jandra y Roberto Max; Joaquín Mortiz, 1997).


Entre las temáticas que privilegia Hugo Valdés se encuentran: la Memoria, Monterrey, la reflexión sobre el quehacer literario, la crítica al mundo intelectual y el erotismo; temas que maneja con un lenguaje depurado, sutil ironía y una fuerte sátira social.

Conocí a Hugo Valdés hace casi 4 años. Vino a dar una charla a la Escuela de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Había sido invitado por incluírsele dentro de la llamada ‘Narrativa del Norte’ -donde también se consideran a los siguientes autores: Cristina Rivera Garza, Patricia Laurent Kullick, Luis Humberto Crosthwaite, Élmer Mendoza, Juan José Rodríguez, César López Cuadras, Federico Campbell, Felipe Montes, Daniel Sada y Eduardo Antonio Parra-, misma que se estudia en un Programa de Investigación dentro de la carrera de Lengua y Literatura Hispánicas.


Me sorprendió conocerlo, dada la calidad de su prosa y su extremada sencillez como persona. Me atreví a pedirle su correo electrónico y desde entonces llevamos una buena amistad. Incluso, en ocasiones, me ha ayudado a revisar algunos textos narrativos, siendo siempre muy honesto y generoso.


La presente entrevista se realiza por internet. He aquí:


¿Toda literatura es una provocación?

—Creo que no tendría su sentido profundo si no lo fuera. Me fascinó la forma como el rumano Norman Manea llamó a la literatura, aludiendo a los años en que se inició en ella: "herida y bálsamo a la vez". La literatura debe sacudir, estrujar, perturbar: provocar un cambio en nuestra visión del mundo.


¿Cómo influye Sergio Pitol en su narrativa?

—Pese a que hoy sólo voy leyendo las últimas cosas que publica, las que en verdad no son muchas, y debido a que de cuando en cuando hago inmersiones en alguna parte de su obra por haberlo hecho ya en su momento en su totalidad, de una forma desesperada y casi obsesiva en el afán de entender la fascinación que provocaba y provoca en mí, creo que lo que más me ha dejado es el sentido de esa sintaxis que los estudiosos reconocen y definen como literaria, el alma de la prosa de Sergio Pitol. Esa sintaxis como resultado de una voluntad de estilo, que se traduce a su vez en una música austera, desplegada discretamente para que el sentido gane en claridad y limpieza. Uno lee hoy cualquier cosa de Sergio y cada frase te crea la sensación de recibirte en casa, en el hogar del idioma.


¿Cómo surgió su fascinación por el crimen de Aramberri de 1933, misma que le llevó a escribir una novela negra sobre dicho caso?

—Me hablaron del caso, un amigo que estudiaba la formación de los sindicatos 'rojos' en Nuevo León. Vi la noticia, me enganchó, pero al leerla, hacia mitad de los años ochenta, vi que no era su tiempo para escribirla, y esperé varios años para meterme en el tema. Entre el aviso del episodio y la etapa de la escritura de mi libro ayudó todo lo que había oído del crimen, contribuyendo a mi fascinación por el caso, y no tanto por el hecho en sí, sino por la manera de recordar y conceptualizar esa especie de bautizo de sangre de la ciudad moderna que fue esta historia.


¿Por qué su tendencia a jugar con la temporalidad?

—En el caso de la novela antes citada, era necesario, pues le daba una dimensión de vértigo, de contemporaneidad, a algo que de otra manera hubiera sido nada más una anécdota para hacer un corrido de ciudad pueblerina. Por otra parte, esta tendencia es clara, pues… sí, en muchos de mis libros, y yo que iba a contestar que era clara en The Monterrey News por la propuesta de ese libro de enfrentar pasado y presente para ver cuánto le debió el segundo al primero. Pero si pensamos en Días de nadie, la estructura en efecto se vale de muchos cambios de tiempo. Digamos que por lo que mencionaba al principio: la dimensión de vértigo que puede generar así el texto, mostrando todos o muchos de los momentos de un suceso que uno escogió para hacerlo literatura.


¿En qué proyectos está trabajando actualmente?

—Una novela demencial que se llama El lago, cuyo tema me fascina y obsede (sic), pero que me ha costado demasiado esfuerzo y sacrificio, al grado de avanzar muy poco cada vez. Ojalá y salga algo digno, a la altura de las atribulaciones escriturales por las que he pasado y sigo aún pasando.


¿A cuáles autoras aborda en Ocho ensayos sobre narrativa femenina de Nuevo León y qué constantes percibe en su obra?

—Josephina Niggli, Adriana García Roel, Irma Sabina Sepúlveda, Rosaura Barahona, Cris Villarreal Navarro, Patricia Laurent Kullick, Dulce María González y Gabriela Riveros. No me aboqué a buscar constantes entre una y otra, salvo cuando eran muy obvias y había que mencionarlo, sino a analizar obras claves que a su vez dieron algo de lo que yo después habría de percatarme: la visión femenina, valiosa e intransferible, de la ciudad de Monterrey y aun del estado en distintos momentos, desde los años cuarenta hasta fines del siglo veinte. Digo que valiosa por el valor indudable de estas escritoras, a las que mi libro se propone invitar a leer.


Platíquenos acerca de su experiencia como asesor literario de Pedro de Isla.

—Fue un trabajo muy interesante porque me introdujo en una época común, para Pedro y para mí, del asesinato de una joven yucateca en los años setenta a manos de un regiomontano promedio, para nada el estereotipo de un psicópata o de un rufián desalmado. Pedro tuvo el acierto de ver esa historia también, o especialmente, desde el punto de vista de la reprobación del hecho, pero no culpando al agresor, sino a las muchachas atacadas -eran dos hermanas, una de las cuales murió- por ser foráneas, es decir, el otro, en una ciudad conservadora, con la vista nublada por la doble moral que aún la rige. Desde este punto de vista, las víctimas se convierten en las verdaderas culpables de un lamentable hecho delictivo que las buenas conciencias regias exoneraron muy pronto, a favor naturalmente del agresor de casa.


¿Cuáles eran los objetivos del 'Panteón', al que usted pertenecía?

—Nunca se trabajó por objetivos. Sólo nos habíamos propuesto escribir cada quien una obra específica, en este caso novela, y hacerla muy bien, sin concesiones para nadie. Así que la dinámica de tallereo era tan divertida como encarnizada, pero vaya que sirvió para consolidar la disciplina de todos. Otro de los nortes del Panteón, ahora que lo recuerdo, era ‘escribir obras maestras’. O sea que el imperativo de la calidad siempre estuvo presente entre nosotros, dejándonos al cabo una actitud, más que un simple aprendizaje.


Desearíamos saber su perspectiva acerca de la literatura que se produce en el Noreste mexicano hoy en día.

—Admiro mucho a David Toscana, al grado de que algún día escribiré un largo ensayo sobre su obra, como el que hice sobre Sergio Pitol. Me fascina cada vez más la propuesta estilística de Joaquín Hurtado, por ejemplo, pero no por ello hago a un lado mis preferencias por Patricia Laurent Kullick, Eduardo Antonio Parra, Héctor Alvarado, Felipe Montes y por algunas voces jóvenes que han emergido entre nosotros, como Óscar David López y Luis Felipe Lomelí. Más adelante, yo creo, debe de tratarse a estos trabajadores de las palabras sólo como escritores mexicanos, con la circunstancia feliz de haber nacido en un tiempo y en un espacio comunes, el Noreste. Estas etiquetas deben un día dejarse atrás, pues.


¿Qué logros buscará al asumir la dirección del Centro de Escritores de Nuevo León?

—El más obvio, que constituye la vocación del centro, sería que cada uno de los cinco becarios diesen forma y concluyesen sus proyectos. Pero a otro nivel, y acaso el que más me interesa y que espero imbuir en el grupo con el que trabajaré, es la formación de un compromiso entre seis personas -me incluyo con los becarios- que deben respetar e involucrarse en el trabajo de sus compañeros a fin de establecer una dinámica creativa y crítica del acto de escribir.


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