jeudi 24 février 2011

Calor Nocturno de Hugo Valdés


CALOR NOCTURNO


A partir de una fotografia de Alfredo Salazar



a Sandra


Saltó como catapultado de la cama hacia la ventana y sólo vio sobre la calle la noche desierta. Había creído que alguien allá afuera paleaba arena o cemento, pero descubrió que el sonido lo producía el borde de una hoja de papel raspando a voluntad del aire la superficie de la mesa de su computadora. No lo molestó el hecho de que alguien trabajara tan tarde, a pesar de que aquello era inusitado allí en su colonia, sino que en ese justo momento no descansara como lo intentaba él desde hacía ya más de una hora, cuando descubrió que el clima enfriaba apenas su recámara engañándolo con un viento tan tibio como el que merodeaba en la calle.

Sabía que por falta de mantenimiento periódico o por una fuga de gas esos aparatos terminaban por malfuncionar y que, incluso, uno nuevo podía descomponerse de pronto, como acababa de suceder ahora, pero le pareció de lo más desafortunado padecer un calor cuya existencia creía abrumadora aunque confinada siempre al exterior, a la calle, a la ciudad expuesta y erradicada implacablemente de todos esos espacios que la climatización le había ganado: la oficina corporativa, la casa, el automóvil.

Esa misma mañana, de hecho, leyendo un reportaje en el periódico, cayó en la cuenta de que en Monterrey el mejor amigo del calor era el pobre: con él se levantaba a la hora que le dictara el sol, con él convivía en la calle, en la escuela, en el camión, en el trabajo, y se lo encontraba luego en la casa, donde aun en la noche el cálido tacto del mobiliario y de los muros le decía que el calor había estado allí todo el día, asolando sin sosiego el hogar, y que mañana temprano volvería.

Pero lo que más lo asombró fue la descripción de un mundo que ni por asomo sentía próximo al suyo: el del mercado callejero que, en las aceras del cuadro formado por las manzanas comprendidas entre Colón por el norte, Juárez por el oriente, Colegio Civil por el poniente y Carlos Salazar por el sur, sobrevivía en pleno corazón de la ciudad a pesar de los 45 o 46 grados del pasado o futuro día con el ingenioso expediente de formar con lonas y mantas una serie de pasadizos y túneles entre los comercios formalmente establecidos y los puestos de mercancías. Para fortuna de los vendedores, el lento, moroso deambular que imponía el calor a los agobiados viandantes les daba un respiro para considerar alguna compra bajo una umbría sofocante pero al cabo más benigna que el tránsito por la calle abierta. Un dato que el reportero consignó de seguro por pintoresco, y consecuente al fin con el calor citadino, señalaba que los comerciantes parecían todo menos comerciantes, por usar bermudas y holgadas camisetas de tirantes con la naturalidad de cualquier hijo de vecino que se reúne con sus amigos en la consabida esquina de su calle.

La curiosidad por darle un vistazo a ese mundo, pero sobre todo la conciencia corpórea de un calor que hoy le impediría dormir, aun cuando proyectara sobre sí la velocidad más alta del ventilador que había trasladado desde la lavandería a su recámara, lo llevaron a la regadera. Cuando terminó, espabilado y vagamente eufórico por la tregua que el agua le había impuesto al sopor, comenzó a acicalarse como cualquier otro día para salir a la ciudad nocturna.

Desactivó la alarma del Mystique y subió a él rápidamente para solazarse en el aire acondicionado. Dejó atrás una hilera de prósperas casas construidas a espaldas del Centrito durante la bonanza de los años sesenta convertidas hoy, durante la bonanza de los años noventa, en oficinas no menos prósperas. En todo el ambiente podía percibirse una calma patricia.

Tomó avenida San Pedro; llegó a la avenida San Jerónimo y luego eligió Pablo González. Pasó a un costado de la Cigarrera cuando avanzaba ya por la calzada Madero, más cerca cada vez de la zona mencionada en el reportaje. Pero de todo lo descrito ese día en el periódico no hallaría ahora rastros; no tuvo en cuenta, para su profunda decepción, que horas atrás los comerciantes habían desmontado la cuadrícula de pasadizos y corredores y con ello la ilusión de la urbe dentro de la urbe simplemente porque era imposible en un sitio como ése confiar sus mantas, lonas y cordelería diversa a la soledad nocturna. Por eso observó apenas los rostros pluviales de varias suripantas sudorosas que en vano intentaron convencerlo de que las invitara a subir a su automóvil.

Era ya muy tarde para encontrar abierto un bar convencional, de ésos con buen servicio y donde no había cabida para borrachos baratos. Y meterse a uno con función de topless era lo que menos le recomendaba su instinto de supervivencia. Aunque conocía algunos de los situados a lo largo de la calle Zaragoza, por haberlos visitado en giras que él y sus compañeros de la oficina organizaban esporádicamente, prefería no internarse solo en ninguno de ellos. En realidad la única vez que lo hizo no tuvo problemas con nadie, pero presenció un espectáculo insólito cuyo recuerdo le causaba una mezcla de rechazo y divertido asombro. No era para menos: después de que una de las bailarinas terminó su número, uno de los hombres del público, barbudo, pelón y de enorme barriga para más señas, subió a la pasarela y ejecutó un meneo grotesco a manera de danza durante el cual se fue desnudando, sancionado por la gritería y las carcajadas de la clientela. (Después sabría por el periódico que se trataba de un escritor que celebraba así el triunfo de la sociedad civil intelectual y pensante contra el municipio represor al conseguir echar atrás un reglamento medieval.)

Dio un par de vueltas por zonas del primer cuadro cuyas casas se antojaban a un paso ya del derrumbe, alternando con las muchas que había sin pintar, con sólo el enjarre gris, el revoque uniformizador que le daba al centro de Monterrey una sensación permanente de proyecto inconcluso. Debía volver en cualquier momento a su casa para, como los pobres de la ciudad, encontrarse con el calor, sudar como caballo y tratar de dormir por lo menos un par de horas.

Pensó entonces que acaso otra de las razones de su salida nocturna era observar cómo tanta gente andaba la noche bajo un calor apenas menos opresivo que el del día. Un calor que a él sí le gustaba sentir mientras se bronceaba en la playa y leía con fruición a Guadalupe Loaeza o, sólo un poco, cuando los domingos por la mañana salía en pantalones cortos al supermercado y lo percibía untándose, seductor, sedoso, a su cuerpo al bajar y subir del automóvil. Pero no en su casa, no en su ámbito de trabajo, no en ese Mystique tan confortable cuyo clima, antes que la potencia del motor, revisó y probó hasta quedar satisfecho.

Sólo hasta ahora consideró que lo peor que el verano podía hacerle a los regios ortodoxos y de buenas maneras era obligarlos, a pesar de su inclemencia, a conservar las formas. ¿Por qué demonios la vestimenta formal no aprendía de la arquitectura para simplificar y volver virtud —y no castigo— el embate de la temperatura? ¿Por qué no volverse más aérea, menos opositora tenaz a algo tan avasallador y permitir que, por ejemplo, en las oficinas privadas y públicas los hombres usaran bermudas "de vestir" acordes con el color de la camisa o playera?

Pero de allí a tratar de imitar a los comerciantes ataviados con ropa playera había un abismo... que él por supuesto no trataría de salvar; lo más que podía sentir hacia ellos era una vaga solidaridad basada en esa simpatía que produce lo considerado "exótico" cuando, por ajeno, en nada involucra al espectador. Mientras avanzaba por el tramo en que la Gran Plaza cubre a la calle Zaragoza, se preguntó si alguna vez sería capaz de sentirse no solamente solidario hacia lo que le provocaba una eventual simpatía; si sería capaz de superar su aséptico papel de espectador y participar en el "exotismo" urbano, el de los menos favorecidos, el de los que sobrevivían en las calles ardientes llenas de polvo y esmog, como los comerciantes de Juárez. O como los niños de nadie que, desesperados, tomaban por asalto las fuentes públicas para redimirse un momento en el agua, según lo vio alguna mañana de la semana anterior, cuando un noticiero local transmitió la imagen de un grupo de menores brincando, saltando, jugando en la antigua Fuente Monterrey, saludando a la cámara que los registraba, gozando el suave y efímero contacto con el agua antes de que los oficiales les ordenaran retirarse.

Al ver la fuente ahora, allí tan próxima a él, y comprobar que el tráfico por Zaragoza era casi inexistente, detuvo el automóvil. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en saber si podía abandonar, ésta o alguna otra vez, su cápsula climatizada de espectador. Qué bien debía sentirse el agua de la fuente a esa hora, se dijo inquieto, agitado, el agua reptando por la ropa hasta dar con la piel, como el calor durante el largo y soleado día que era el verano.

Por iniciativa de Marcela Garcia Machuca


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